Así, pues, los diez años transcurridos desde la muerte de Jacques Lacan no nos han curado del psicoanálisis. Cuando en 1958, en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona, Lacan tomó la palabra para hablar de El psicoanálisis verdadero y el falso, no lo hacía para trazar una línea definitiva entre un psicoanálisis verdadero y otro que, siendo falso, ya no sería psicoanálisis. Tampoco para refugiarse en unas fronteras movedizas, sostenidas por los compromisos de las ideologías terapéuticas. Lacan nos invitó a volver, una y otra vez, a la cuestión de los fundamentos, pues el uso desgasta el filo y atempera el mordiente de lo que se podría fijar como verdad.
Jean-Claude Milner tiene razón cuando dice que al psicoanalista le conciernen todas las disciplinas del lenguaje; también, en lo que dice, vemos que la verdad como causa tiene efectos no sólo para el psicoanalista: un lingüista apenas puede prescindir de lo que ha dicho el psicoanálisis sobre el lenguaje. Por eso dedicamos al lenguaje nuestro tema monográfico del presente número. Como nos recuerda Hebe Tizio, el programa del retorno a Freud con el que Lacan abrió su enseñanza se hizo a partir de la premisa siguiente: la práctica que Freud inventó toma sus fundamentos en el lenguaje. Carmen Lafuente ha explorado una consecuencia inesperada de este principio, que ilumina retroactivamente la obra de una autora muy anterior al psicoanálisis: de qué manera la carta de amor, en su esfuerzo por hacer existir La mujer, subvierte la lengua.
El ejemplo clínico de este número, presentado por Horacio Casté, muestra que en el fundamento hay el lenguaje, pero también que ese lenguaje no es todo; así, entre la construcción de los fantasmas y su atravesamiento hay la misma distancia que entre la estructura de lenguaje del inconsciente y el objeto a, que no entra en él. Lucía D’Angelo y Magda Bosch ponen la Escuela Europea de Psicoanálisis, Sección de Catalunya, al día: ha pasado un año desde el acto de su constitución, y nuestro tiempo prevé ya la medida del acto analítico en la compulsa del pase. En efecto, tal como concluye Jacques-Alain Miller en su recorrido «Lacan sobre el mito», a lo que tiene lugar al fin de un análisis no le convienen los títulos de «reconocimiento». Tampoco situaríamos, como enseña Eric Laurent, el fin del psicoanálisis en un vaciamiento científico del sujeto: eso no tendría otro resultado que añadir un cachivache más en el escaparate de los Grandes Almacenes de nuestra época; aunque huidizo, el horizonte freudiano es ético. Y eso es así ya desde una infancia en la cual el psicoanálisis, si reconoce su perversidad poliforma, es para insistir en la ética que también al niño obliga, como nos recuerda José Ramón Ubieto. También esto diferencia al psicoanálisis de las terapias; Manuel Baldiz y Victoria Vicente coinciden en un hecho fundamental: no hay cura de la castración, porque el saber que se produce en el análisis es un saber sobre la falta.